OPINIÓN
Crecer duele, pero quedarse rotos duele más

Por Evelin Peguero
“Ámate a ti mismo como si tu vida dependiera de ello”, nos dice Kamal Ravikant. Y no es una frase ligera. Porque amar(se) —de verdad— no es simplemente mimarse o darse gustos, sino enfrentarse sin anestesia a las heridas, los traumas y las creencias que nos han moldeado. En ese camino de autoconocimiento, de querer ser personas completas, descubrimos que el amor propio es un acto de valentía. Y que el primer paso para amarnos, como decimos en buen dominicano, es saber cuáles cosas nos gustan y las que no. Porque no hay luz sin sombra, ni crecimiento sin incomodidad.
Desde pequeños absorbemos más de lo que nos damos cuenta: las palabras no dichas, los gestos fríos, las exigencias imposibles, los miedos que no eran nuestros. Todo eso se va acumulando en una mochila emocional que, sin darnos cuenta, cargamos hasta la adultez. Y claro, en algún punto estalla. Nos convertimos en adultos emocionalmente reactivos, culpando a padres, hermanos, parejas, jefes, amigos: “me hizo esto”, “me hirió”, “me traicionó”.
Pero llega un momento —si estamos dispuestos a mirar hacia dentro— en el que entendemos que nadie nos hace nada sin nuestro permiso emocional. Que nuestras reacciones hablan más de lo no resuelto dentro de nosotros que de las acciones del otro. Y en ese momento nace la posibilidad de sanar. No porque el otro cambie, sino porque nosotros elegimos cambiar.
Aquí es donde el tema se vuelve más delicado: muchos de nosotros cargamos heridas profundas relacionadas con nuestros padres. Padres que no supieron, no pudieron o no quisieron darnos el afecto, la seguridad o el apoyo que necesitábamos. Y sí, duele admitirlo. Pero duele más seguir esperando que cambien. La verdad es que ellos no evolucionaron, no se transformaron, y quizás nunca lo harán. ¿Entonces? Nos toca a nosotros. Nos toca crecer, perdonar, resignificar y avanzar.
Recientemente, le contaba a dmi amiga Yennel un episodio personal que me dolió profundamente. Su respuesta fue tan simple como poderosa:
“Te toca perdonar y sanar para que eso no te afecte, porque eso es lo que hay”.
Esa frase se quedó conmigo. Porque en mi mente, en mi deseo de entenderlo todo, no tenía sentido. ¿Cómo alguien no va a sentir?; luego comprendí: no todo es entendible desde la lógica. La base de la felicidad es aceptar tal cual es.
Sanar no es justificar. Sanar no es olvidar. Sanar es soltar la necesidad de que el otro repare lo que nunca supo construir. Es cortar las ataduras emocionales que nos siguen arrastrando al pasado, porque este no se puede cambiar.
Sí, crecer duele, sin embargo, quedarse en el mismo lugar, esperando algo que nunca llegará, duele más. Sanar es un proceso lento, a veces solitario, pero absolutamente transformador. Es el acto más radical de amor propio que podemos hacer.
Y aunque cada proceso es personal y único, hay una verdad común: es posible. Porque no vinimos solo a sobrevivir, vinimos a liberarnos, a ser. Y esa libertad comienza cuando decidimos que ya no vamos a vivir reaccionando a nuestras heridas, sino construyendo desde la sanación.
Que este escrito sea un recordatorio: de que no debemos seguir cargando lo que ya no es nuestro. No estamos rotos, estamos en proceso. Y en ese proceso, estamos volviendo a nosotros.
Con el corazón,
Evelin Peguero
@evelinpolin